Este fin de semana me he escapado a una pequeña ciudad otoñal, escondida entre las montañas austríacas. Un lugar al que sé que volveré muy muy pronto, porque sus colores, el aire frío y el aroma constante a café me llenaron el alma de calma y el espíritu de una creatividad que hacía tiempo no sentía.
Estos días voy un poco coja. Eso significa que, por mucho que quiera, no estoy al cien por cien. La falta de movimiento ha convertido mi batería de endorfinas en un pozo sin fondo donde se hunden las calorías y la pesadez. No moverme me atrapa en mi versión más casera, así que he hecho un pedido monumental de tés e infusiones para dejar de alimentarme exclusivamente de pasta, chocolate, vino y panettone.
Klagenfurt ha despertado en mí un torbellino de sensaciones. Ya sabéis de mi obsesión por el verde del norte (sí, ya sé que Austria está muy, muy al norte; prometo no mudarme tan lejos, tranquilos) y por los colores del otoño. Los rojos y naranjas vibraban en cada rincón de aquella ciudad diminuta. Me quedé maravillada con la caída de las hojas, las castañas y la lluvia, que allí no llovía con furia ni desorden, como en mi tierra, sino con una calma reflexiva, casi meditativa. Pasear bajo la lluvia te calaba, pero te dejaba el cuerpo la sensación de haber llorado, de haber soltado lastre.
Me permití parar. Beber cafés gigantes en tazas de cristal —tan distintas a las de Starbucks— y no escribir ni leer una sola línea durante días. Fue una pausa creativa, una tregua mental, propiciada por esa melancolía que tienen los amores otoñales: los que se cuecen a fuego lento, bajo la confianza de un vínculo que se fortalece con el tiempo y con las llamas de los deseos que arden, discretos, cada noche. Me encantaría estar forjando a fuego lento la armadura de amor definitiva, esa por la que… al final merece la pena dar ciertos pasos en la vida.
Me encantaría también ser adivina y poder dar consejos infalibles a mis amigas. Predecir el futuro de todos los corazones rotos, calmar las mentes intensas y tejer, con un hilo rojo invisible, el destino de las personas que más quiero en el mundo. A veces me gustaría ser una especie de Cupido moderno, una Celestina contemporánea capaz de rescatar a todas las Ofelias del destino de quienes no se conforman con un roto para un descosido.

Me encantaría que mis pequeños y locos deseos siguieran cumpliéndose, como aquel en que anhelé un octubre con nieve, sin saber que el manto blanco cubriría las montañas austríacas de Klagenfurt en el momento justo de mi despedida, regalándome la imagen más increíble que podía imaginar en aquella despedida otoñal.
Quiero volver, quiero seguir materializando el otoño.
Nos leemos
Júlia







