Definitivamente soy una peliculera, y seguramente sea esa —y no la reina del drama— la palabra que mejor me define. De pequeña solo tenía una cosa clara: aquello que cantaba la gran Concha Velasco, “Mamá, quiero ser artista.” Y, de un modo u otro, siento que siempre he nadado en ese mar: el del arte. Nado constantemente entre lo plástico y lo visual, entre la palabra y la performance, entre yo y todos los personajes que invento en mi cabeza.
Ser hija única tiene sus ventajas, pero también el gran inconveniente de que la paciencia no figure entre mis mayores virtudes. Tolero la frustración de forma bastante regular, y a veces confundo la pasión con pequeñas obsesiones que llegan a mi vida y arrasan con todo… aunque solo sea temporalmente.
Cuando algo me gusta, invierto tanto tiempo y energía en ello que llego a creer que es mi pasión. Pero, al final, se desvanece y acaba en el cajón de los juguetes aburridos. Quizás tenga ese síndrome de los niños con demasiados juguetes. O quizá tenga tantas pasiones que me resulta imposible concentrar toda mi energía en una sola cosa, y sea por eso que todavía no he encontrado aquello que me define: mi ikigai.
La propia búsqueda de ese centro de gravedad permanente del que hablaba Battiato en su canción (por cierto, una vez lo escuché cantar en directo en Roma y, sin saber quién era, supe que su música me iba a flipar; desde aquel febrero de 2013 forma parte de muchas de mis playlists) me tiene ahora apasionada… apasionada buscando pasiones. Intento bajar de la performance, aunque a veces me vengo arriba y acabo con una pamela, tomando un brunch sola en Jávea o paseando por las calles de Benidorm en busca de la bebida más guiri que existe en el mundo.

Nadar en el mar del arte tiene eso: nunca sabes dónde estás. Cualquier obra puede ser el detonante de algo muy grande o, simplemente, pasar desapercibida y perderse en el océano de los creadores. Creo que todos los artistas luchan, pieza a pieza, contra la invisibilidad (aunque, paradójicamente, ese —junto al de teletransportarme— sería siempre el superpoder que elegiría). Porque sí, los artistas somos contradicción, duda y cambio constante.
Ojalá que todo el mundo encontrara su ikigai, y otras muchas más cosas por el camino.
Nos leemos,
Júlia Esteve







